PRÓLOGO
Si alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de amar, lea mis páginas, y ame instruido por sus versos. El arte impulsa con las velas y el remo las ligeras naves, el arte guía los veloces carros, y el amor se debe regir por el arte. Automedonte sobresalía en la conducción de los carros y el manejo de las flexibles riendas; Tifis acreditó su maestría en el gobierno de la nave de los Argonautas; Venus me ha escogido por el confidente de su tierno hijo, y espero ser llamado el Tifis y el Automedonte del amor. Éste en verdad es cruel, y muchas veces experimenté su enojo; pero es niño, y apto por su corta edad para ser guiado. La cítara de Quirón educó al jovenzuelo Aquiles, domando su carácter feroz con la dulzura de la música; y el que tantas veces intimidó a sus compañeros y aterró a los enemigos, dícese que temblaba en presencia de un viejo cargado de años, y ofrecía sumiso al castigo del maestro aquellas manos que habían de ser tan funestas a Héctor. Quirón fue el maestro de Aquiles, yo lo seré del amor: los dos niños temibles y los dos hijos de una diosa. No obstante, el toro dobla la cerviz al yugo del arado y el potro generoso tiene que tascar el freno; yo me someteré al amor, aunque me destroce el pecho con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas.
LÁGRIMAS Y BESOS
También son provechosas las lágrimas, capaces de ablandar al diamante: si te es posible, que vea húmedas tus mejillas, y si te faltan las lágrimas, porque no siempre acuden al tenor de nuestros deseos, restrégate los ojos con los dedos mojados. ¿Qué pretendiente listo no sabe ayudar con los besos las palabras sugestivas? Si te los niega, dáselos contra su voluntad; ella acaso resista al principio y te llame malvado; pero aunque resista, desea caer vencida. Evita que los hurtos hechos a sus lindos labios la lastimen y que la oigas quejarse con razón de tu rudeza. El que logra sus besos, si no se apodera de lo demás, merece por mentecato perder aquello que ya ha conseguido. Después de éstos, ¡qué poco falta a la completa realización de tus votos! La estupidez y no el pudor detiene tus pasos. Aunque diga que la has poseído con violencia, no te importe; esta violencia gusta a las mujeres: quieren que se les arranque por fuerza lo que desean conceder. La que se ve atropellada por la ceguedad de un pretendiente, se regocija de ello y estima su brutal acción como un rico presente, y la que pudiendo caer vencida sale intacta de la contienda, simula en el aspecto la alegría, mas en su corazón reina la tristeza. Febe se rindió a la violencia, lo mismo que su hermana, y los dos raptores fueron de sus víctimas muy queridos. Una historia harto conocida, y no por eso indigna de contarse otra vez, es la de aquella hija del rey de Seiros, cuyos favores alcanzó el joven Aquiles. Ya la diosa vencedora de sus rivales en el monte Ida había mostrado su reconocimiento a Paris, que la designó como la más hermosa; ya de extraño reino había llegado la nuera al palacio de Príamo y los muros de Ilión encerraban a la esposa de Menelao; los príncipes griegos juraron vengar la afrenta del esposo, que si bien de uno solo, recaía por igual sobre todos. Aquiles ocultaba su sexo con rozagante vestidura de mujer, cosa torpe en verdad si no obedeciera a los ruegos de una madre. ¿Qué haces, nieto de Éaco? No es ocupación digna de ti el hilar la lana. Arribarás a la gloria siguiendo otra arte de Palas. No convienen los canastillos al brazo que ha de soportar el escudo. ¿Por qué sostienes la rueca con esa diestra que derribara un día la pujanza de Héctor? Arroja los husos que devanan el estambre laborioso, y empuña en tu recia mano la lanza de Palas. Por acaso durmieron una noche en el mismo tálamo Aquiles y la real doncella, que descubrió con su estupro el sexo de quien la acompañaba. Ella, no cabe duda, cedió a fuerza mayor, así hemos de creerlo; pero tampoco sintió mucho que la fuerza saliese vencedora, pues cuando el joven apresuraba la partida, después de trocar la rueca por las armas, le dijo repetidas veces: «Quédate aquí.»
Si alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de amar, lea mis páginas, y ame instruido por sus versos. El arte impulsa con las velas y el remo las ligeras naves, el arte guía los veloces carros, y el amor se debe regir por el arte. Automedonte sobresalía en la conducción de los carros y el manejo de las flexibles riendas; Tifis acreditó su maestría en el gobierno de la nave de los Argonautas; Venus me ha escogido por el confidente de su tierno hijo, y espero ser llamado el Tifis y el Automedonte del amor. Éste en verdad es cruel, y muchas veces experimenté su enojo; pero es niño, y apto por su corta edad para ser guiado. La cítara de Quirón educó al jovenzuelo Aquiles, domando su carácter feroz con la dulzura de la música; y el que tantas veces intimidó a sus compañeros y aterró a los enemigos, dícese que temblaba en presencia de un viejo cargado de años, y ofrecía sumiso al castigo del maestro aquellas manos que habían de ser tan funestas a Héctor. Quirón fue el maestro de Aquiles, yo lo seré del amor: los dos niños temibles y los dos hijos de una diosa. No obstante, el toro dobla la cerviz al yugo del arado y el potro generoso tiene que tascar el freno; yo me someteré al amor, aunque me destroce el pecho con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas.
LÁGRIMAS Y BESOS
También son provechosas las lágrimas, capaces de ablandar al diamante: si te es posible, que vea húmedas tus mejillas, y si te faltan las lágrimas, porque no siempre acuden al tenor de nuestros deseos, restrégate los ojos con los dedos mojados. ¿Qué pretendiente listo no sabe ayudar con los besos las palabras sugestivas? Si te los niega, dáselos contra su voluntad; ella acaso resista al principio y te llame malvado; pero aunque resista, desea caer vencida. Evita que los hurtos hechos a sus lindos labios la lastimen y que la oigas quejarse con razón de tu rudeza. El que logra sus besos, si no se apodera de lo demás, merece por mentecato perder aquello que ya ha conseguido. Después de éstos, ¡qué poco falta a la completa realización de tus votos! La estupidez y no el pudor detiene tus pasos. Aunque diga que la has poseído con violencia, no te importe; esta violencia gusta a las mujeres: quieren que se les arranque por fuerza lo que desean conceder. La que se ve atropellada por la ceguedad de un pretendiente, se regocija de ello y estima su brutal acción como un rico presente, y la que pudiendo caer vencida sale intacta de la contienda, simula en el aspecto la alegría, mas en su corazón reina la tristeza. Febe se rindió a la violencia, lo mismo que su hermana, y los dos raptores fueron de sus víctimas muy queridos. Una historia harto conocida, y no por eso indigna de contarse otra vez, es la de aquella hija del rey de Seiros, cuyos favores alcanzó el joven Aquiles. Ya la diosa vencedora de sus rivales en el monte Ida había mostrado su reconocimiento a Paris, que la designó como la más hermosa; ya de extraño reino había llegado la nuera al palacio de Príamo y los muros de Ilión encerraban a la esposa de Menelao; los príncipes griegos juraron vengar la afrenta del esposo, que si bien de uno solo, recaía por igual sobre todos. Aquiles ocultaba su sexo con rozagante vestidura de mujer, cosa torpe en verdad si no obedeciera a los ruegos de una madre. ¿Qué haces, nieto de Éaco? No es ocupación digna de ti el hilar la lana. Arribarás a la gloria siguiendo otra arte de Palas. No convienen los canastillos al brazo que ha de soportar el escudo. ¿Por qué sostienes la rueca con esa diestra que derribara un día la pujanza de Héctor? Arroja los husos que devanan el estambre laborioso, y empuña en tu recia mano la lanza de Palas. Por acaso durmieron una noche en el mismo tálamo Aquiles y la real doncella, que descubrió con su estupro el sexo de quien la acompañaba. Ella, no cabe duda, cedió a fuerza mayor, así hemos de creerlo; pero tampoco sintió mucho que la fuerza saliese vencedora, pues cuando el joven apresuraba la partida, después de trocar la rueca por las armas, le dijo repetidas veces: «Quédate aquí.»
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